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Desigualdad en Chile: Dura de matar

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Sello de origen

La asimetría en la distribución del capital y la influencia existe en este territorio desde antes de que Chile fuera Chile, plantea este trabajo liderado por el economista Osvaldo Larrañaga junto al sociólogo Raimundo Frei y el ingeniero y sociólogo Matías Cociña, investigadores del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). El libro, en el que también trabajaron la economista Denise Falk, su par Rodrigo Herrera y el sociólogo Vicente Silva, reúne estudios existentes, presenta otros nuevas e incluye encuestas y entrevistas para explorar el fenómeno de la desigualdad desde distintas perspectivas. Además usa un lenguaje preciso, pero no especializado, porque aspira a ser de consulta general y no sólo para técnicos.

Entre sus capítulos incluye una revisión histórica que sostiene que el “pecado original”, por llamarlo de alguna manera, en Chile es la asignación de tierras que se realizó en la colonia a españoles y sus descendientes blancos y dio origen a la clase alta chilena, y a una estructura social que se perpetuó a través de la hacienda, la cual dividió a la sociedad en patrones, empleados, inquilinos y peones con diferencias de recursos y poder muy significativas. Desde entonces la brecha de ingresos ha oscilado en distintos momentos, pero a la larga se ha mantenido bastante estable desde mediados del siglo XIX, dice el texto.

Eso significa que hoy Chile es un país desigual, en una región, Latinoamérica, que sólo es superada por África en esta característica. La buena noticia es que la desigualdad de ingresos se ha reducido en las última dos décadas de acuerdo a los principales indicadores que se utilizan para medirla (coeficiente de Gini, el indicador de Palma, la razón de quintiles), fundamentalmente, explica el libro, como consecuencia del alto crecimiento que experimentaron los sueldos más bajos. Pese a eso, en amplios segmentos de la población existe la percepción de que la brecha no se acorta y este tema ha adquirido creciente relevancia en la política y las encuestas.

Hay autores como el economista Claudio Sapelli, que dicen que las brechas salariales continuarán reduciéndose, ya que en las generaciones más jóvenes hay una menor desigualdad de educación. El PNUD es menos optimista y sostiene que se necesitan medidas más profundas ya que no está claro si el sistema productivo puede absorber a todos los profesionales en el mercado, al tiempo que los cambios tecnológicos y la automatización de procesos también son una amenaza para el empleo.

Mundos paralelos

Entre 1990 y 2015 los salarios reales crecieron en promedio un 120 por ciento, y el mayor incremento fue en los más bajos. No obstante, siguen siendo insuficientes para cubrir las necesidades de muchas personas. De acuerdo al libro, en 2015 la mitad de los trabajadores chilenos (empleados 32 horas semanales o más) tenían un sueldo bajo, entendido como aquel que no le permite a alguien mantener a una familia promedio sobre la línea de la pobreza, que en ese año correspondía a 343 mil pesos. Los más afectados son los jóvenes de entre 18 y 25, las mujeres y las personas con educación escolar incompleta. De acuerdo con los investigadores, eso implica que si la cifra de pobreza (11,7 %) no es más alta es porque en la mayoría de los hogares tiende a vivir más de una persona que trabaja.

En ese contexto, no sorprende que cerca del 70 por ciento de los trabajadores de sectores populares diga que considera que gana menos o mucho menos de lo que merece. El 58 por ciento de los de clase media contesta lo mismo y en promedio las personas aseguran que los salarios de las ocupaciones de menores ingresos deberían aumentar en un 60 por ciento y las de los gerentes y políticos bajar en 30 y 75 por ciento, respectivamente.

Según el estudio, los bajos sueldos son una de las consecuencias más complejas de la desigualdad en Chile, “el sentimiento de exclusión de parte de la población con respecto al desarrollo del país”. Y sigue: “Si el trabajo no aporta reconocimiento, resulta inefectivo como mecanismo de movilidad social, no constituye un espacio de aprendizaje y perfeccionamiento, no permite solventar las necesidades básicas y menos construir proyectos a largo plazo, como el financiamiento de la vivienda propia o la educación de los hijos, la inserción laboral pierde sentido”.

No todos los ingresos son bajos: un rasgo central de Chile es que parte del ingreso del país se concentra arriba, en el 1 por ciento más rico, que en Chile capta el 33 por ciento de lo que genera la economía. Si todavía se acerca más la lupa, plantea el libro, el 0,1 por ciento más rico se lleva el 19,5 por ciento de lo que genera el país y el piso de entrada a ese segmento son 17 millones mensuales después de impuestos, mientras que el ingreso promedio de ese 0,1 por ciento es de 111 millones. Eso no significa, dicen los autores, que esas personas reciban ese monto líquido cada mes, “sino que algunas de ellas en el tope del segmento son propietarias o socias de las mayores empresas del país y obtienen utilidades muy altas, que elevan el promedio”.

De acuerdo con la investigación, parte de esas grandes diferencias entre uno y otro extremo tienen que ver con que en Chile hay dos realidades laborales paralelas: una formada por compañías de alta productividad, con trabajadores con estudios y empleos más estables y otro grupo de empresas poco eficientes, con trabajadores no calificados y que ganan poco, en el que los empleos duran ocho meses en promedio, en el caso de los hombres, y 11 ,en el de las mujeres, lo que impide planificar y proyectar a futuro.

De este modo, la desigualdad en el país es una de las más elevadas de los países OCDE o si se prefiere comparar con el barrio, está en el lugar medio alto en el contexto latinoamericano.

Las propias uñas

No es muy habitual que los estudios académicos en esta área incluyan historias personales y adopten un tono más íntimo, pero el libro lo hace para tratar de responder cómo es vivir en una sociedad desigual desde la experiencia cotidiana. Para ello dividió a la sociedad en clases bajas, medias bajas, medias, medias altas y altas, y se realizaron entrevistas en profundidad con integrantes de cada una en Santiago, Concepción y Valparaíso. También se organizaron ocho grupos de discusión que complementaron los datos de la encuesta PNUD-DES 2016.

En muchos casos, cuando la gente comparó su vida con su infancia y la de sus padres o las generaciones anteriores, el relato predominante fue el del cambio y el progreso. En esa comparación con el pasado aparece que el país ha experimentado avances en infraestructura, acceso a bienes y reducción de la pobreza, entre otros aspectos, que se traducen en que al comparar su posición actual con la de sus hogares en el pasado, el 46 por ciento habla de alguna mejora.

La mayoría de las personas no atribuyen sus avances a las transferencias del Estado, las mejoras globales ni al esfuerzo colectivo, sino que a su capacidad de arreglárselas solos. El mérito propio es el responsable. “La imagen del esfuerzo individual es siempre clave en las narrativas biográficas: es el gran motor de las trayectorias de vida, lo que explica haber dejado atrás la pobreza o incluso la miseria”, dice el libro y continúa después explicando que “en las clases bajas es la imagen de la lucha personal que permite surgir frente a la adversidad del entorno y a la posibilidad de perderse en la calle, en las drogas, en la delincuencia. En las clases medias bajas, sintetiza la lucha por mantener la posición social ante dificultades o tragedias biográficas (despidos, enfermedades, crisis familiares) que amenazan con desbaratar lo construido. En las clases medias, es la capacidad individual de emprender, tomar riegos y mantenerse a flote, asumiendo los costos simbólicos y de recursos que ha significado desplazarse en la escala social”.

La sensación de haber mejorado con respecto al pasado está acompañada por la angustia que muchas veces produce el presente, o aún más el futuro, ya sea por la dificultad para mejorar más, lo suficiente para estar tranquilo, o sostener la posición alcanzada. “Tener una buena educación o un buen salario, trabajar lo justo y necesario, vivir en un barrio seguro, sentirse tratado en forma digna, sentir seguridad por el futuro personal o de los hijos son evaluaciones en que la mayoría no se reconoce”.

Ese sentimiento se da incluso en segmentos de las clases medias altas. Pese a que desde afuera son vistas como si tuvieran todo resuelto, los profesionales de primera generación que han ascendido socialmente y que pertenecen a ese grupo también viven con la preocupación de perder lo que han logrado: tener sus necesidades materiales resueltas y poder darse gustos, mandar a sus hijos a colegios particulares y atenderse en el sistema privado de salud. Las personas que en la investigación son menos proclives a ese sentimiento son las de la llamada clase alta tradicional. Parecen mucho más confiados de la estabilidad de su posición y por eso su fuente de temor es externo y apunta al curso que tome el país: les preocupa que se pierda el rumbo de la economía, “los valores”, el respeto, porque eso sí puede desestabilizarlos.

En el contexto de la alta valoración que tiene el esfuerzo individual, el libro destaca dos aspectos: uno es la aparición de una fuerte crítica que se hace dirigida a los grupos más altos, que se considera que viven de sus privilegios. Un dato de la encuesta PNUD-DES 2016 es revelador: mientras el 93 por ciento cree que la clase media corresponde a gente de esfuerzo, el 38 por ciento dice lo mismo de las personas de la clase alta. Por otro lado, los autores también plantean que la tesis de que todo progreso tiene una causa individual puede llevar a “algunos a creer que si las personas salen adelante sólo gracias a su esfuerzo, aquellos que no lo han hecho es por flojera o falta de iniciativa”, opinión que si bien no es la dominante, sí aparece en entrevistas y grupos de discusión.

Fuente: http://www.latercera.com/noticia/desigualdad-chile-dura-matar/