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La democracia iliberal

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La publicación por la editorial Deusto de la colección de ensayos agrupados bajo el título No te engañes, Trump no es liberal ha generado una notable polémica. Hay quienes consideran con razón que el actual inquilino de la Casa Blanca jamás ha declarado profesar ese ideario y, en consecuencia, el libro carece de sentido o debería tener otra rúbrica. Sin embargo, existe una extensa corriente de opinión que identifica el programa trumpiano con el liberalismo o, en el sentido más amplio, con el de la derecha democrática. Esta actitud admirativa o, al menos, cómplice hacia Mr. Trump refleja un profundo desconocimiento de la naturaleza real de su movimiento, de las ideas sobre las que se asienta y, a la vez, una irresponsable despreocupación sobre sus implicaciones a escala global.

Mr. Trump ha mostrado y muestra un desprecio sistemático a dos elementos consustanciales de la República: el carácter representativo de las instituciones y los frenos constitucionales al poder presidencial. Ambas posiciones son una expresión clara de su propensión a incurrir en comportamientos propios del cesarismo plebiscitario, ese sistema de gobierno centrado en la autoridad suprema de un Jefe y en la fe en su capacidad personal, a la que se atribuyen rasgos heroicos.

Esta modalidad gubernamental suele presentar elementos de culto a la personalidad, caracterizados por la preferencia de las soluciones directas y rápidas sin pasar por la desagradable tarea de ajustarlas a los procedimientos constitucionales. En suma, la noción trumpiana del gobierno no es antidemocrática, sino antiliberal en tanto es opuesta a los pesos y contrapesos propios de la Constitución americana para evitar el abuso del poder.

Bases doctrinales

A pesar de sus borrosos o flexibles planteamientos ideológicos, el trumpismo sí tiene unas bases doctrinales. Su fuente de inspiración es la denominada «derecha alternativa». Esta abarca a partidarios de la supremacía blanca, nacionalistas, islamófobos, antifeministas, antisemitas, etnonacionalistas, nativistas. Para ellos, el proceso histórico viene determinado por una lucha constante entre entes colectivos, llámense naciones, razas, religiones, culturas… En estos momentos, las «fuerzas del mal» han erosionado las bases culturales y morales de Occidente y de América. El resultado es la decadencia de ambos. La fuente de esta visión hunde sus raíces en el pensamiento autoritario europeo de Hegel a Gentile, de Spann a Schmitt y es absolutamente ajena a la tradición política norteamericana.

Las teorías conspiratorias también unen el trumpismo con los partidos de los años 30. Mr. Trump presenta el supuesto declive norteamericano como la historia de una inocente y estúpida nación, América, víctima de fuerzas oscuras que han manipulado sus buenas intenciones y su generosidad en beneficio propio. Este relato reproduce el discurso de victimización que alimentó la demagogia totalitaria y autoritaria en la Europa de los años 30. Pocos instrumentos demagógicos son tan efectivos y aglutinadores como los ofrecidos por las conspiraciones. Dividen a la gente, a las naciones y a las sociedades en buenos y malos, entre los cuales no es posible compromiso alguno y permite a los «creyentes» saber quiénes son sus enemigos.

De igual modo, el trumpismo exhibe una marcada hostilidad hacia el capitalismo en el sentido que le dio el liberalismo clásico. Para los ideólogos del trumpismo, por ejemplo Steve Bannon, la economía de mercado desprovista de raíces judeo-cristianas trata a las personas como commodities, simples objetos mercantiles sometidos a las leyes de la oferta y de la demanda. Éste es uno de los puntos, comúnmente ignorados, de la interacción entre la doctrina de Trump y la de Putin. El dirigente ruso es percibido como uno de los principales defensores del orden tradicional y del nacionalismo frente a un Occidente cosmopolita, secularizado y corrompido. En el caso de Mr. Trump, esa deriva putinesca se refuerza por la naturaleza de su actividad empresarial, estrechamente ligada al capitalismo de amiguetes en su dicción española o al crony capitalism en la norteamericana.

Otro paralelismo importante del trumpismo con los movimientos autoritarios de Entreguerras es el uso de la dialéctica amigo-enemigo acrisolada por Carl Schmitt y la alimentación del resentimiento de un segmento de las clases medias bajas y bajas ante el orden vigente como un medio de movilización y de captación de adeptos. El empobrecimiento relativo de esos sectores de la población no se atribuye ni a la revolución tecnológica que demanda un capital humano cada vez más cualificado ni a factor objetivo alguno. Esa situación es el resultado del egoísmo de las élites -enemigo interno- y de la inmigración-globalización -enemigo externo-, que han eliminado puestos de trabajo y han presionado a la baja los salarios de los trabajadores sometidos a la competencia internacional en beneficio de las nuevas clases altas y medias emergentes.

Post-verdad

Mr. Trump es también un símbolo de lo que se ha denominado la post- verdad. El padre intelectual de este concepto fue Orwell quien acuñó el vocablo «nuevo lenguaje». Éste se sitúa en las antípodas de la tradicional disputa entre conjeturas y refutaciones competitivas propias del racionalismo crítico liberal. La apariencia de verdad es mucho más importante que la propia verdad. En su praxis, la postverdad es el arte de la mentira como instrumento político. El objetivo de esa estrategia es manipular los hechos y descalificar al adversario. Crear una realidad virtual acorde a los designios perseguidos por sus emisores y a las fantasías deseadas de sus receptores para proteger a la ideología de los maliciosos ataques de las cosas reales.

El antiliberalismo del trumpismo se manifiesta con una claridad meridiana en el abandono del concepto de culpa individual y, por tanto, en el rechazo de la secular ética de la responsabilidad personal propia de Occidente. Se desinteresa de lo que los hombres concretos hacen o piensan para aglutinarlos en una ficticia responsabilidad colectiva en la que la autonomía de los seres humanos desaparece.

Ésta es una evidente reminiscencia del pensamiento totalitario-autoritario en la que la conducta de las personas se diluye en los grupos a los que se pretende castigar. Es una de las bases, por ejemplo, de la política migratoria y de prohibición de entrar en EE.UU. a individuos por razón de su raza, religión o procedencia geográfica.

El éxito del populismo en América, símbolo de la democracia liberal es una pésima noticia para un mundo en el que la democracia iliberal, como ha escrito Fareed Zakariagoza, goza de un creciente atractivo. Con sus defectos y con sus virtudes, con sus luces y con sus sombras, América ha sido desde el final de la Segunda Guerra Mundial la «reluciente ciudad sobre la colina», la salvaguarda de los valores de la sociedad abierta. Ahora existe el riesgo claro de que ese referente desaparezca cuando su permanencia es más necesaria.