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Sobre la Tolerancia

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Por Cristobal Bellolio

Es posible percibir en conversaciones tanto offline como online una extendida confusión respecto de la idea de tolerancia. Muchas personas creen que la tolerancia se refiere a la aceptación social de todas las prácticas y costumbres. Por lo anterior, piensan que cualquier crítica o cuestionamiento es una afrenta a la tolerancia. Esto es un error. La tolerancia se expresa justamente cuando estamos frente a una práctica o costumbre que nos desagrada, que nos molesta, que rechazamos. No hablamos de tolerar algo que nos parece bien.

Tolerar es aceptar la existencia de algo que no nos gusta. Dicha aceptación implica no activar los mecanismos coercitivos del estado para impedir dicha práctica o costumbre. Es decir, abstenerse de movilizar recursos políticos para prohibir, restringir o limitar. Desde esta perspectiva, no somos intolerantes cuando criticamos –aunque sea duramente- una determinada acción o pensamiento. Sólo somos intolerantes cuando le negamos a dicha acción o pensamiento el derecho a existir.

En sí misma, esa intolerancia no es mala. Las sociedades liberales, recordaba Popper, no están obligadas a tolerar a los intolerantes. A veces, por lo tanto, será necesario ejercitar los músculos del poder político. Pero, agregan los liberales, esas situaciones deben ser excepcionales y muy bien justificadas. En todo lo demás, opera el principio de tolerancia: hay que bancarse cientos de expresiones que contradicen nuestra idea de lo bueno.

Lo anterior no significa que haya que abdicar de los espacios que dispone la sociedad civil para contradecir o batallar culturalmente contra las ideas que nos parecen repugnantes. Fuera del brazo de la ley, todo es cancha. Ello incluye, por supuesto, la crítica en redes sociales. Por eso es tan absurdo acusar intolerancia cuando alguien dispara contra alguna práctica o idea. La tolerancia no involucra, insisto, una valoración positiva del hecho tolerado. La tolerancia no se extiende al aprecio a la diversidad. Esto último puede ser una gran virtud –una virtud del liberalismo como proyecto comprehensivo, probablemente- pero no es una virtud exigible desde el liberalismo como proyecto puramente político o justificatorio del poder.

En este sentido, el filósofo legal Brian Leiter distingue entre recognition respect y appraisal respect. El primer tipo se refiere a reconocer que existen formas de vida distintas a la nuestra pero que estamos compelidos a respetar en cuanto a su derecho a coexistir en igualdad de condiciones civiles. El segundo implica un grado de estimación de aquella forma de vida distinta a la nuestra. Las sociedades liberales sólo pueden exigir el primer tipo de respeto. Sería estupendo que muchos ciudadanos exhibieron también el segundo tipo, pero éste no es exigible políticamente.

Del mismo modo, tampoco es exigible políticamente la solidaridad. Sería estupendo que más chilenos fueran más solidarios en sus interacciones sociales. Pero el estado liberal se limita a establecer instituciones justas. Los impuestos que cobra, por ejemplo, no son a título de solidaridad, sino de justicia. La solidaridad es voluntaria. La justicia, no. Distintas concepciones de la vida buena exhiben distintas valoraciones de la solidaridad. Pero todos deben someterse a la misma concepción de justicia. Lo mismo ocurre con la participación. Sería estupendo que más chilenos participaran en los asuntos públicos, ya sea a nivel local, gremial o nacional. Pero el estado liberal reserva la participación obligatoria para ciertos actos especialmente relevantes.

Por cierto, las fronteras son porosas y flexibles. Lo que hasta ayer era pura solidaridad puede ser mañana una demanda de justicia. Lo mismo respecto de la participación política voluntaria. Respecto de la tolerancia, es común que ciertos grupos se organicen para denunciar un discurso que los ofende y de esta manera relegarlo a la ilegalidad. En ese sentido, esos grupos se comportan de forma intolerante, por la sencilla razón de que ya no están dispuestos a tolerar. Es decir, ya no están dispuestos a aceptar que un discurso ofensivo tenga derecho a coexistir en el espacio público. Es una intolerancia que bien puede estar justificada. Pero es intolerancia, conceptualmente hablando. Es el tipo intolerancia que demostró una pareja gay en Irlanda de Norte frente a una pastelería católica que se rehusó a prepararles una torta de matrimonio. Un juez dictaminó que los dueños de la pastelería habían discriminado de una manera que ya no es tolerable en la sociedad actual.

Por todo lo anterior, si yo me limito a criticar las sandeces que pronuncian los líderes de un credo religioso o cuestiono una serie de prácticas o tradiciones altamente valoradas por ciertos sectores de la población, no estoy siendo intolerante. Todo lo contrario. Estoy tolerando en la medida que no estoy solicitando la intervención del poder político para restringirlas. Mi tolerancia y mi repulsión no son sólo compatibles: se requieren la una a la otra. Sin la segunda no existe la primera. En cambio, si algún día me convenzo de que la prédica evangélica –por poner un ejemplo- ya no es sólo antitética a mis valores personales sino que es antagónica a los principios liberales de justicia, entonces seguramente solicitaré dicha intervención. Entonces, quizás a mucha honra, seré intolerante. Antes no.

Fuente: http://www.capital.cl/opinion/2017/09/28/143855/sobre-la-tolerancia