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La vocación instrumental del liberalismo

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Por Roberto Gil Zuarth

Afirma Jesús Silva-Herzog Márquez que el liberalismo derivó en ideología (‘¿Dónde falló el liberalismo?’, Reforma, 16/07/18). Se convirtió en una persuasiva doctrina para justificar el trasvase de las decisiones colectivas a las élites. La filosofía de la desconfianza frente al poder, sugiere Silva-Herzog, se diluyó progresivamente en un sistema de creencias para legitimar al gobierno plutocrático. El liberalismo como ideología es, en realidad, una toma de posición valorativa con respecto a la preponderancia del capital o de la técnica sobre la política democrática. El credo del liberalismo abandonó la premisa de la racionalidad inherente de la persona, el punto de partida del individuo como agente moral capaz de discernir lo que es justo, la función de la deliberación para construir la razón colectiva. En su lugar, la ideología liberal abrazó la idea de que los ciudadanos no saben lo que quieren, enfrentan déficits o sesgos de información, reproducen serios problemas de autocontrol y, por eso, requieren de tutelas. La democracia no se entiende más como el gobierno moderado de las mayorías, sino una forma de organización que sólo debe convocar de forma excepcional y limitada a sus ciudadanos. Las mayorías son sospechosas ya no por el temor de atropellar a las minorías o por el riesgo de que el proceso democrático se corrompa en su beneficio, como pensaban los liberales clásicos. Son peligrosas por cuanto cortoplacistas, manipulables, irracionales. En el recelo al peso de las emociones en las decisiones mayoritarias, el liberalismo trazó el rasero de las virtudes públicas y la legitimidad del buen gobierno. El liberalismo traicionó su tradición cuando se concibió a sí mismo como una alternativa a la democracia.

La potencia intelectual del liberalismo radica en sus ficciones e instrumentos. En las construcciones para organizar el poder y fijar sus límites. Del poder que detenta el soberano, pero también de las relaciones de dominio que se entablan en una comunidad humana. Sobre la noción de que las personas nacen libres e iguales, dotadas de una dignidad inherente a su condición humana, el liberalismo construyó el edificio de los derechos. El cerco invisible pero impenetrable que custodia a los individuos es la consecuencia natural de la preeminencia de la persona con respecto al hecho social. Desde la ficción del contrato social, de ese acuerdo que los iguales suscriben para asegurar su libertad o su seguridad, el liberalismo tejió el imperativo del consentimiento como una condición de legitimidad de lo público: sólo puede ser justo aquello que hubiese sido aceptado por los potencialmente afectados. En el relato del pueblo como depositario de la soberanía originaria, de su delegación parcial y temporal al Estado, la concepción del derecho como un conjunto de autorizaciones, mandatos y directrices que guían su actuación. Del mito de la voluntad popular, el liberalismo dedujo la primacía de la ley estable y previsible sobre el capricho. En el ideal de la moderación, encontró el fundamento de la exigencia de responsabilidad.

Lo mismo puede decirse de los instrumentos que el liberalismo diseñó para asegurar la libertad. De esos artefactos para disciplinar al poder. Las técnicas institucionales que minimizaban el riesgo de concentración. La mecánica de los pesos y contrapesos, la lógica secuencial de los procedimientos, la física de los enfriamientos. El proyecto liberal es, ante todo, un arsenal de soluciones prácticas y probadas. Su vocación es, pues, eminentemente instrumental. Una caja de herramientas para mantener al poder a raya, para distribuirlo, para corregirlo. Los derechos, el principio de división de poderes, el pacto federal, el constitucionalismo, la irretroactividad, la reserva de ley, entre un largo etcétera, son palancas que el liberalismo manufacturó en esa terca preocupación sobre la tentación expansiva del poder.

La deuda del liberalismo no está, a mi juicio, en una consideración deficiente de la igualdad. Bajo una concepción fuerte de la libertad, la igualdad se asoma como la precondición necesaria para que cada uno pueda decidir su plan de vida y llevarlo a cabo. La incompatibilidad entre la libertad y la igualdad surge si a la libertad se le entiende radicalmente como no interferencia, no así cuando se le asimila como una ruta personal de emancipación sobre todo tipo de condicionantes: pobreza, discriminación, violencia, ignorancia, enfermedad. La igualdad, en cierta forma de liberalismo, es una exigencia de trato en el despliegue de la autonomía personal. El pasivo del liberalismo se encuentra, por el contrario, en su pereza para inventar los antídotos institucionales a la desigualdad. Las técnicas para hacer efectivos los derechos sociales, para sacudir a las estructuras políticas del pretexto del dejar hacer y dejar pasar, para remediar la concentración de los privilegios. El liberalismo, para reinventarse, debe ser en la forma del liberalismo igualitario como dice Silva-Herzog, empezando por reencontrarse con su tradición instrumental.

Fuerza: El Financiero