Inicio Libertades Civiles El liberalismo y el poder

El liberalismo y el poder

743
0
Compartir

A lo que sí se opone el liberalismo es a violar los derechos de una persona: es decir, al poder ejercido sobre la premisa de la desigualdad jurídica entre los seres humanos.

Afirma mi compañero Esteban Hernández que servidor es liberal en todos los aspectos salvo en uno crucial: “el poder”. A su juicio, muchos liberales nos hemos vuelto los aliados de los poderes fácticos (“los tontos útiles”, imagino que preferiría haber escrito) y, al hacerlo, hemos traicionado la esencia propia del liberalismo: luchar contra la interferencia del poder (en este caso, la del “poder económico”) sobre nuestras vidas.

Empecemos por el principio: ¿cuál debería ser la postura liberal frente al poder? Hernández presume que la postura liberal ha de ser la de impedir que cualquier poder ejerza influencia alguna sobre vidas ajenas, pero para llegar a una conclusión tan fuerte habría que empezar por demostrarlo. A la postre, poder simplemente significa “facultad o potencia de hacer algo”: por ejemplo, poder leer simplemente significa poseer la capacidad para leer (a saber, disponer de aquellos medios humanos y materiales que permiten alcanzar el objetivo de leer); poder escalar el Everest significa poseer la capacidad de coronar la cima. Eliminar el poder, pues, sería tanto como eliminar la capacidad de obrar: suprimir las capacidades de cada persona para alcanzar sus correspondientes fines.

Sin embargo, es dudoso que Hernández se vea perturbado por los poderes/capacidades que ejerce un individuo aislado. Lo que —entiendo— le preocupa enormemente es lo que podríamos denominar ‘poder social’: a saber, nuestra capacidad para influir sobre la vida de otras personas. Desde esta perspectiva, lo que deberíamos hacer los liberales es criticar toda forma de poder social: toda capacidad que posea cualquier individuo para influir en la vida de los demás.

Eliminar el poder sería tanto como eliminar la capacidad de obrar: suprimir las capacidades de cada persona para alcanzar sus fines

Pero esta exigencia resulta enormemente problemática por dos motivos: por un lado, porque las personas interactúan entre sí y, al hacerlo, cada una de ellas ha de contar con plena autonomía para determinar los términos de esa interacción, algo que inevitablemente influirá sobre la vida de los demás; por otro, porque, en muchos casos, los fines vitales de una persona pueden consistir en influir a los demás.

Primero, desde un punto de vista liberal, toda relación entre dos personas ha de ser de mutuo acuerdo. Si un individuo puede ser forzado a relacionarse con otro, entonces estamos recortando sus libertades. Imaginemos una persona a la que se obliga a casarse con otra; o a trabajar profesionalmente con otra; o a escribir en un determinado medio de comunicación; o a vender su casa a un comprador; o a unirse a una determinada confesión religiosa, etc. El liberalismo evidentemente defenderá la libertad de cada individuo para rechazar asociarse con aquellos con los que no desea asociarse. Pero en tanto en cuanto le reconocemos a cada persona el derecho a decir que no, también le estamos reconociendo el derecho a decir un ‘sí condicionado’: “si me prometes fidelidad, me casaré contigo”; “si nos repartimos las tareas de esta manera, cooperaré profesionalmente contigo”; “si me garantizas la autonomía para escribir lo que quiera, publicaré en tu medio”; “si me pagas tanto por la casa, te la venderé”; “si me permites compatibilizar tu religión con el culto a mis dioses familiares, entonces me uniré”, etc. La libertad para negociar los términos de la interacción es, en el fondo, la libertad para tratar de influir sobre los demás: “Si quieres relacionarte conmigo, adapta tus planes vitales a satisfacer mis peticiones”. Pero eso, la capacidad de condicionar los términos de mis relaciones con los demás, es poder social.

¿Debe el liberalismo obligar a una persona a que se relacione con las demás? No: sería un incuestionable ataque a su libertad. ¿Debe el liberalismo impedir que una persona establezca condiciones a sus relaciones con los demás? Sería absurdo, dado que entonces muchas interacciones potencialmente beneficiosas dejarían de desarrollarse (y, además, le estaríamos dando todo el poder a la contraparte: esta podría exigirnos interactuar con ella sin darnos nada a cambio). Entonces,¿puede el liberalismo oponerse ‘per se’ a toda manifestación de poder social? Desde luego que no.

Pero, como decíamos, existe un segundo motivo por el cual el liberalismo no debe oponerse a toda manifestación del poder social: los planes vitales de muchas personas consisten, precisamente, en influir sobre los demás. Pensemos en lo que sucede con filósofos, predicadores, ‘influencers’, opinólogos, publicistas y también empresarios: todos ellos dedican sus vidas a tratar de persuadir a los demás de que deberían abrazar determinadas ideas, determinado estilo o determinado producto. Y algunos de ellos, en la medida en que gocen de mejores tribunas, de mejores argumentos o de mejor habilidad divulgadora, serán más eficaces a la hora de lograr su objetivo: es decir, tendrán un mayor poder social sobre los demás. El propio Esteban Hernández posee mayor poder social para persuadir al resto de ciudadanos que un jubilado o un estudiante de periodismo (escribe en uno de los periódicos más leídos de España; posee una prosa convincente, y es una persona con un buen bagaje de lecturas): ¿deberíamos restringir su libertad para anular ese poder social de persuasión? No parece que en sí mismo sea algo negativo o reprobable, por mucho que Hernández termine influyendo poderosamente sobre la vida de sus lectores.

La postura liberal ante el poder, pues, no puede ser la de oponerse sin más a cualquier capacidad de obrar o de ejercer algún tipo de influencia sobre los demás sino, en esencia, la de oponerse al poder ilegítimo, ya sea ilegítimo en su origen o en su (ab)uso. Es decir, cuando una persona posee poder por haber violado derechos ajenos (“soy rico porque me he apropiado violentamente de los bienes de otros”; “tengo una enorme capacidad de influencia porque soy la única editorial autorizada a publicar libros”) o cuando ejerce ese poder para conculcar derechos ajenos (“uso mi verborrea para manipularte y que cometas un crimen”; “te contrato para que extorsiones a mi vecino”), entonces el liberal se opondrá radicalmente a esas formas de poder. ‘A contrario sensu’, si una persona ejerce sus capacidades dentro de su esfera de derechos individuales (libertad, propiedad, contratos), entonces ‘prima facie’ no habrá nada que reprocharle.

Puede que limitar la crítica liberal al poder ilegítimo no satisfaga a quienes se preocupan de que las diferencias de poder, incluso legítimas, puedan conducir a situaciones de opresión

Por ejemplo, Hernández se queja de que, actualmente, el poder se concentra en el sector financiero: dejando de lado la conspiranoia que en demasiadas ocasiones existe al respecto, los liberales sí nos oponemos frontalmente a los privilegios que alimentan ese poder financiero en la actualidad, a saber, su acceso (cuasi) ilimitado a la liquidez del banco central y su promesa de rescate a costa del contribuyente. ¿Cuántas entidades financieras sobrevivirían si cerráramos los bancos centrales (o los sometiéramos a los mismos principios jurídicos a los que se somete el resto del sector privado) y si impidiéramos el rescate estatal de la banca? Con su modelo de negocio presente, probablemente ninguna: difícil concluir que semejante discurso beneficia a sus principales perjudicados, esto es, al poder financiero. En cambio, Inditex se dedica a diseñar, producir y distribuir textil sin violar los derechos de ninguna persona: para arruinarla deberíamos restringir muy seriamente la libertad de las personas de relacionarse con ella. El poder (económico y social) de unos es ilegítimo, mientras que el de la otra no lo es.

Con todo, puede que limitar la crítica liberal al poder ilegítimo no satisfaga plenamente a quienes, desde la izquierda, se preocupan, no sin cierto motivo, de que las diferencias de poder, incluso legítimas, puedan conducir a situaciones de opresión o dominación: a saber, que uno se convierta, en contra de su voluntad, en un títere dentro de los planes de otra persona. Y, al respecto, permítanme efectuar dos comentarios.

Primero, cuando se afirma que una persona se relaciona (por ejemplo, laboralmente) con otra “en contra de su voluntad”, lo que en realidad estamos queriendo decir es que “esa persona no querría relacionarse con la otra, pero sus restantes alternativas son tanto peores que no le queda otro remedio menos malo”. ¿Y por qué todas sus alternativas son tan malas? En ocasiones, porque se están violando sus libertades (por ejemplo, un esclavista que amenace con ejercer la violencia contra su esclavo si este le desobedece); en otras, por mala suerte, malas decisiones vitales, mala situación de partida, mal entorno, etc. (por ejemplo, si me hipoteco para comprarme una casa y esta se destruye en un terremoto sin haberla asegurado, mi situación personal se volverá muy precaria sin necesidad de que nadie haya violado mis libertades en esa triste sucesión de acontecimientos). Cualquier ser humano mínimamente empático lamentará que otras personas se hallen en posiciones precarias desde las que tomar decisiones: algunos de ellos decidirán ayudarlos, otros se mostrarán indiferentes y aun otros tratarán de aprovecharse. La cuestión, empero, es si un ordenamiento jurídico liberal puede imponernos a todos algún tipo de obligación para con esas personas: ya sea limitar nuestra libertad de relacionarnos con ellas (“no es aceptable que os relacionéis de este modo”) o ya sea el disfrute pleno de nuestra libertad o propiedad (“tenéis que destinar parte de vuestro tiempo o de vuestros recursos a ayudarles forzadamente”).

Y, en demasiadas ocasiones, esta cuestión se formula únicamente en relación con el derecho de propiedad: como si la propiedad, por alguna extraña razón no bien expresada, fuera menos importante que otras de nuestras libertades. Así que traslademos esa misma cuestión a otros ámbitos: imaginemos que Pablo Iglesias tiene mayor capacidad de persuasión que Santiago Abascal (Iglesias tiene un enorme poder social sobre los votantes y Abascal no). ¿Cuál debería ser la respuesta del ordenamiento jurídico ante esta situación? ¿Deberíamos impedir que Iglesias desmonte discursivamente las propuestas de Abascal para que los votantes no huyan del segundo y se echen en brazos del primero? (es decir, impedirle que ejerza su poder social de influencia sobre el votante en perjuicio de Abascal), ¿O deberíamos obligar a los ciudadanos a que regalen parte de su tiempo y recursos a Abascal para que este pueda competir en términos más equitativos con el persuasivo Iglesias? (por ejemplo, asistencia obligatoria a sus mítines o transferencias de recursos a su plataforma política). Planteado de este modo, creo que a todos nos chirriará que, en nombre de la libertad, puedan llegar a plantearse semejantes limitaciones de la libertad de expresión, de la libertad de asociación o de la propiedad privada.

No, la respuesta liberal ante la precariedad de las opciones vitales de una persona (y su consecuente desventaja negociadora en los tratos con terceros) no puede pasar esencialmente por limitar las libertades de nadie, sino por suprimir las muchas barreras regulatorias que a día de hoy todavía siguen obstaculizando la aparición de buenas alternativas (verbigracia, restricciones a la competencia que instituyen monopolios y monopsonios), por minimizar la pobreza, por incrementar el poder negociador de muchas personas vía asociacionismo (mutualidades, sindicatos, asociaciones de consumidores, etc.) y por promover comportamientos voluntarios de carácter virtuoso (responsabilidad para con uno mismo y para con los demás). No hace falta cercenar las libertades de nadie para mejorar las alternativas existenciales de muchísimas personas: basta con no perjudicarlas de un modo ilegítimo.

¿En qué sentido aumentamos la libertad de las personas cuando las sometemos, ‘de iure’ y ‘de facto’, a la arbitrariedad de las mayorías?

Pero además, y en segundo lugar, ¿cuál es la alternativa, dizque liberal, que nos ofrece Hernández para liberar a los ciudadanos de cualquier situación de dominación social? ¡Someterlos todavía más al demos! Es decir, aumentar la capacidad de interferencia de las mayorías políticamente organizadas sobre la esfera de derechos de cada ciudadano (ya sea controlando su libertad de acción, sus propiedades o su libertad de asociación). ¿En qué sentido aumentamos la libertad de las personas cuando las sometemos, ‘de iure’ y ‘de facto’, a la arbitrariedad de las mayorías? En ninguno: si una persona quiere asociarse voluntariamente con otras para ganar poder de negociación frente a un tercero, es muy libre de hacerlo; lo que no debería poder hacer es utilizar la violencia contra ese tercero.

En definitiva, el liberalismo no está en contra de la capacidad de obrar de las personas, pues es esa capacidad de obrar lo que les permite perseguir sus proyectos vitales. Tampoco se opone ‘per se’ a que una persona trate de influir al resto, siempre y cuando lo haga dentro del ejercicio de sus libertades. A lo que sí se opone es a violar la esfera de derechos de una persona: es decir, al poder ejercido y perpetuado sobre la premisa de la desigualdad jurídica entre los seres humanos.

Fuente: El Confidencial