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Liberalismo y separatismo

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Firmaba Juan Manuel de Prada el pasado lunes en ABC un clarividente artículo en el que refutaba la idea – desatinada y algo histriónica – de que el nacionalismo catalán se fundamenta en premisas ideológicas antiliberales. Es justo al contrario, argumenta Prada. Por mucho que la retórica nacionalista presente ribetes identitarios, la cruda realidad es que el movimiento en sí lleva los conceptos liberales de soberanía y autodeterminación hasta sus últimas consecuencias. El separatismo no es, ni por asomo, uno de los últimos reductos de una cosmovisión tribal o arcaica, sino la vanguardia de la modernidad liberal.

Quizá esto se perciba más claramente si, en lugar de referirnos a conceptos tales como la soberanía y la autodeterminación, hablamos de la idea misma de independencia. Ésta, enaltecida continuamente por los próceres separatistas, no deja de ser en boca de éstos el reverso colectivo del credo individualista propiamente liberal. Puede resultar paradójico, pero, como nos enseñó Chesterton, las paradojas más desconcertantes esconden tras de sí las verdades más refulgentes.

El individualismo moldea un hombre aislado que no se vincula a sus semejantes sino por interés, afanándose por ocultar la existencia de esas ligaduras que lo atan inexorablemente al prójimo. De idéntico modo, el separatismo catalán – también el vasco y cualquier otro – obvia las realidades que entrelazan el pasado, el presente y el futuro de Cataluña y el del resto de España. La única diferencia (insustancial) entre ambos estriba en que el individualismo pretende aislar a la primera persona del singular y el separatismo a la primera del plural. Éste margina al grupo; aquél margina al hombre.
La sociedad burkeana
En cualquier caso, el independentismo (igual que el individualismo) no sólo erosiona los vínculos existentes entre los españoles contemporáneos; también quiebra la comunión de éstos con sus difuntos y descendientes. Afirmando que la continuidad de la nación – realidad transmitida y heredada durante siglos – puede decidirse en un plebiscito dominical, desgasta ese hilo invisible que une a los españoles de todos los tiempos, pretéritos y futuros. Aísla a la generación presente, robándole un suelo en el que asentarse (pasado) y un ideal al que aspirar (futuro).
Quizá este razonamiento, inspirado en la filosofía de Burke, se comprenda mejor con una imagen. Supongan que un hombre muere y deja en herencia a su hijo una primorosa finca, rebosante de un verdor alegre en primavera y de una inextricable calidez en invierno. A nadie le parecería justo que, impelido por la codicia, el heredero decidiese venderla a las primeras de cambio. Cualquier persona con cierto sentido común percibiría el carácter inequívocamente oprobioso de la hipotética venta, que quebraría la ligazón de confianza que une a padre y a hijo.
Regresemos ahora al caso de España, realidad forjada con el sudor, la sangre y las lágrimas de ingentes generaciones de hombres; realidad que muchos han amado hasta entregar la vida. La hemos heredado, del mismo modo que un hijo hereda la finca de su extinto padre. ¿Acaso es legítimo, pues, disponer de ella a la ligera? ¿Acaso tenemos algún derecho a destruir en la votación de un domingo cualquiera lo que se ha construido durante centurias de esfuerzo?

Tanto liberales como independentistas, cuyos modelos se asientan sobre las nociones de soberanía y de autodeterminación, responderían que sí. Para ellos, de este modo, cualquier limitación de la voluntad es inicua.

La insuficiencia del modelo liberal
Como vemos, es inútil combatir el independentismo desde el liberalismo, pues éste se nutre del mismo veneno que aquél. Ambos preconizan un hombre emancipado de la realidad y de sus semejantes; un hombre cuya voluntad no está sujeta a constricciones. Lo máximo que logrará el liberal en este ámbito es postergar la celebración del anhelado plebiscito hasta que el número de catalanes (o de vascos o de corsos) proclives a la separación sea lo suficientemente abultado.

A estas alturas a cualquiera le resultará evidente, pues, que para combatir los separatismos catalán y vasco es indispensable renunciar antes a los apriorismos liberales; abrazar, en fin, la democracia de los muertos de la que hablaba Chesterton. Sólo reconociendo que hemos heredado realidades de las que no podemos disponer a nuestro antojo – pues eso implicaría privar de ellas a nuestros descendientes – descubriremos la verdadera iniquidad del independentismo.