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Cavilaciones en torno al liberalismo, los derechos humanos y la soberanía

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Quiero plantear tres, tal vez cuatro, proposiciones en estas desordenadas notas. Primero, en buena parte de América Latina el liberalismo—el mero término «liberalismo»—tiene mala prensa. Ello es desafortunado.

Un supuesto progresismo enfatiza que el liberalismo enuncia principios teóricos e ideológicos que dan sustento al libre mercado, la iniciativa individual y la propiedad privada; el esqueleto del sistema capitalista. Lo cual es cierto, pero es «supuesto» porque con ello se omite que el liberalismo, además, es la matriz del constitucionalismo, el principio que establece la separación de poderes y los mecanismos que la regulan y reproducen.

El Estado liberal encarna la singular noción que las personas tienen derechos fundamentales y que esos derechos están protegidos si, y sólo si, el uso del poder público está restringido a priori, es decir, dividido y limitado por normas relativamente estables. La cual es una idea revolucionariamente progresista todavía hoy. Quizás hoy más que nunca.

Segundo, y derivado de lo anterior, ello porque la separación y los límites al uso del poder público son la herramienta fundamental de los que menos tienen. Los pobres no tienen recursos materiales, ni influencia política, ni mucho menos «apellido», esa nota de jerarquía de clase tan horrendamente latinoamericana. Sólo tienen la norma jurídica que los protege, los hace autónomos y los empodera. Es decir, que les da poder.

Allí reside el principio de igualdad ante la ley, sin la cual no habría debido proceso. Ni tampoco ciudadanía y, por ende, tampoco habría doctrina de los derechos humanos, construida sobre estos principios básicos. Puesto de otro modo, el constitucionalismo liberal es condición necesaria, si bien no suficiente, para la doctrina y práctica de los derechos humanos. No puede haber progresismo contra el liberalismo, sino solo con este.

Tercero, los derechos humanos descansan sobre una serie de convenciones, pactos y tratados internacionales; un conjunto de obligaciones entre los Estados asumidas de manera libre y voluntaria. En muchos casos, dichas obligaciones están incorporadas en las legislaciones nacionales, incluso con status constitucional. Todo ello supone una delegación de los Estados en las entidades supranacionales que promueven los derechos humanos.

De este modo, los acuerdos en la materia implican una cierta abdicación de la soberanía, una porción de la cual es transferida a, y representada por, la comunidad internacional. En consecuencia, la institucionalidad de los derechos humanos tiende a ser de alcance universal, como en el caso de la Declaración Universal de 1948 y el Estatuto de Roma, o regional, como en el Sistema Interamericano de Derechos Humanos.

Ello porque los crímenes y violaciones masivas constituyen una amenaza para la paz y la seguridad internacional. Y porque es improbable que un Estado que implementa una deliberada política de abusos se juzgue a sí mismo.

Como en todo régimen internacional, en derechos humanos el principio de reciprocidad es fundante. La estabilidad—un bien público indispensable—se deriva de una normatividad compartida cuya garantía reside en la mutua fiscalización. Los Estados tienen así incentivos racionales para ceder dicha porción de su soberanía y aceptar la universalidad de la jurisdicción.

No es casual entonces que los gobiernos que violan los derechos humanos invoquen la soberanía. Su discurso habitual es rechazar la injerencia en asuntos internos y otras formulaciones similares. La racionalidad es transparente: que el crimen permanezca «en privado». El efecto inmediato es la reproducción de la impunidad.

Ante ello, la comunidad internacional se enfrenta al dilema de la intervención, tal vez la cuarta proposición que planteo aquí. Ocurre que no hay derechos humanos sin intervención. Una de las motivaciones de la Declaración Universal de 1948 proviene del Holocausto en la Segunda Guerra. Una lección del mismo, algo así como «si hubiéramos tenido instrumentos para una intervención temprana, el genocidio quizás se habría evitado».

Visto de manera retrospectiva, ese fue el sentido de decir «Nunca Más». El término clave para que algo semejante no vuelva a ocurrir es justamente «intervención temprana». Nótese, los instrumentos posteriores van todos en esa dirección. La Carta Democrática Interamericana de 2001 estipula que la democracia es un derecho de los pueblos de las Américas, y que es obligación de los Estados promoverla y protegerla. Ello en virtud de ser el orden político adecuado para preservar la paz y la seguridad, en este caso hemisférica.

El Estatuto de Roma de 1998, fundante de la Corte Penal Internacional, tipifica los crímenes de guerra, de genocidio y de lesa humanidad, estableciendo que los mismos son de responsabilidad individual, imprescriptibles y de jurisdicción universal. La Doctrina de la Responsabilidad de Proteger, R2P, surgida de la Cumbre Mundial de 2005, postula que la soberanía conlleva la responsabilidad de los Estados de proteger a la población de crímenes atroces y violaciones graves de derechos humanos, y que en caso de incumplimiento dicha responsabilidad recae en la comunidad internacional. Contempla la posibilidad del uso de la fuerza, ello bajo la autoridad del Consejo de Seguridad.

El problema es que la filosofía es la intervención temprana, pero Naciones Unidas tiene una trayectoria rica en llegar tarde. Los genocidios en Ruanda, Bosnia y Kosovo, por citar tres ejemplos, ilustran el punto. Cuando sí se usó la fuerza, en los últimos dos casos, ello fue después de la limpieza étnica y no gracias al Consejo de Seguridad sino a pesar de este, siempre paralizado por los vetos. Nadie dice hoy que dichas intervenciones hayan sido ilegales o ilegítimas, mucho menos inmorales.

Todo ello evoca la Venezuela hoy, con un debate empantanado en los mismos temas y la comunidad internacional paralizada. Venezuela no es el Holocausto de las cámaras de gas, pero el régimen de Maduro le habla a todos los crímenes posibles. La tortura, los tribunales militares para civiles, las ejecuciones extrajudiciales, la limpieza étnica de comunidades aborígenes, el desplazamiento forzoso de millones, la denegación de atención médica y alimentos como estrategia de aniquilación, a su vez agravado por la falta de electricidad y agua. La enfermedad, en consecuencia, hecha política de Estado; el hambre como un Holodomor del Caribe.

Y así sigue pasando el tiempo, la comunidad internacional vuelve a incumplir su promesa de la intervención temprana. «Más vale tarde que nunca» diremos en algún momento, un aforismo que, en Venezuela, solo tendrá sentido para aquellos que, después del exterminio, todavía estén y estén intactos.

Fuente: Infobae