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Carta de un liberal de acá a un liberal de allá

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Dirigida a Guy Verhofstadt, que fue primer ministro belga y líder de los liberales europeos.

Querido Guy:

El de este envío era también el título de un artículo del escritor y periodista del XIX Mariano José de Larra, que acabó suicidándose en medio de su personal desesperación amorosa, y acosado como estaba por la tribulación política española. Larra figura en el imaginario español como uno de los primeros intelectuales demócratas modernos. Fue un liberal moderado que luchó con su pluma durante toda su vida por la defensa de los derechos de los ciudadanos y contra las fuerzas reaccionarias del carlismo. Encabeza una lista no excesivamente larga de liberales españoles entre los que sobresalen, con diferente énfasis, Ortega y Gasset, Ramón Pérez de Ayala y hasta el que fuera presidente de la Segunda República Manuel Azaña, por no mencionar al representante del liberalismo ilustrado más significativo, Salvador de Madariaga. Exiliado desde comienzos de la Guerra Civil, mantuvo su terca y admirable decisión de no regresar a España hasta después de la muerte del dictador.

No tuvieron mucha suerte nuestros liberales a lo largo de la historia. Presionados por facciosos a derecha e izquierda, apenan lograron imponer su ideario como no fuera en pacto con los conservadores, siempre condicionados por el poder de la Iglesia católica y la existencia de lo que todavía se llama la España profunda. En la Transición incoada tras la muerte del general Franco, fracasaron también los intentos de algunos por encabezar un partido liberal que fuera reconocido y aceptado por sectores progresistas. Fueron de alguna manera compensados por el devenir de la socialdemocracia, especialmente durante los Gobiernos de Felipe González, en los que predominó la tendencia del liberal-socialismo. Y en años aún recientes asistimos a la fundación de Ciudadanos, bajo el patrocinio inicial de un buen número de intelectuales de incontestable pedigrí democrático, capaces de denunciar, como hasta entonces no lo habían hecho ni socialistas ni populares, la deriva totalitaria, xenófoba y excluyente del nacionalismo catalán. Pero la inicial victoria que se apuntaron, y su posterior progreso electoral, amenazan con extinguirse en medio de turbulencias casi tan trágicas como las que rodearon la muerte de Larra. Aunque en esta ocasión no será un hombre quien se suicide, sino todo un partido. Apenas había nacido con la promesa de regenerar la vida política española y comienza a agonizar, envenenado también él por la pócima y el arrebato del poder, aunque la beba por el momento (¡encima esto!) en proporciones casi irrisorias.

No te escribo para demandar tu mediación ni a fin de expresar ninguna queja. Lo hago debido al desaliento. Contemplo de nuevo las dificultades que el pensamiento liberal encuentra para desarrollarse en España y concretar políticas efectivas y duraderas que consigan ampliar los derechos de los ciudadanos. Contrariamente a ello, la formación liderada hoy por Albert Rivera, al que respeto personalmente y cuya amistad cultivo, viene desde hace meses estableciendo alianzas con un partido neofranquista, heredero del más oscuro credo reaccionario. Allí donde Vox ha tenido oportunidad de influir en el poder político no ha hecho sino proponer medidas que implican un retroceso, en algunos casos dramático, de derechos adquiridos por los españoles con esfuerzo y tesón durante los cuarenta años de democracia. Los colectivos LGTBI, los inmigrantes, los herederos de los represaliados por el franquismo o las potenciales víctimas de la violencia de género tienen razones para preocuparse. Pero también los arquitectos de la Constitución de 1978, cuya estructura prácticamente federal, diseñada en el Estado de las autonomías, está condenada a la destrucción si se siguen las orientaciones de quienes sin lugar a dudas añoran los perfiles de la España predemocrática.

Como cualquier otra fuerza política Ciudadanos comete, ha cometido y cometerá errores. Fue un error que Inés Arrimadas no se presentara oficialmente a la investidura como presidenta de la Generalitat catalana después de haber sido la más votada de la comunidad. Hubiera podido aprovechar el tirón para exponer su proyecto de país, para Cataluña y para España, y lo único que explica aquella ausencia es suponer que el tal proyecto no existía o que el brillo emergente de quien demostró ser una líder con posibilidades de futuro pudiera ensombrecer la demediada luz de otros. Más tarde, después de haber apoyado durante toda la legislatura al partido socialista en la Junta de Andalucía, le dieron la espalda para entregar el poder al Partido Popular en connivencia con los brotes neofascistas que ya germinaban entre nosotros. Operación que están dispuestos a culminar también ahora en Madrid, después de intentar sin ningún éxito encabezar a toda la derecha española. El último episodio que ha terminado por develar el desvarío liberal ha sido su abierto rechazo a las posturas valerosas y consecuentes del ex primer ministro francés Manuel Valls, recuperado felizmente para la política catalana y española. En un memorable discurso, extraordinario en el fondo y en la forma, con motivo de la constitución del Ayuntamiento barcelonés, Valls reivindicó la necesidad de poner coto al independentismo catalán aun a costa de ceder apoyos a un sector lábil del populismo más o menos bienintencionado. Es sorprendente que a estas alturas del procés sea precisamente un emigrante retornado el que tenga que venir a explicarnos que la única verdadera amenaza inmediata para España y para Europa es la de quienes están dispuestos a provocar la quiebra del Estado. Tú mejor que nadie sabes que el nacionalismo es un cáncer que genera división y violencia. Violencia y división germinan a diario en Cataluña en medio del conflicto provocado por el nacionalismo radical, que amenaza con despertar, si no lo ha hecho ya, las pasiones más infames de los extremistas de la España profunda. Esa con la que los liberales de hogaño acuden a fotografiarse felices, a cambio de unos cuantos curiles municipales.

No te escribo, como he dicho, en solicitud de nada. Ni mucho menos para insistir en la idea, ya condenada al fracaso, de que Ciudadanos debería haber prestado su concurso al partido socialista para garantizar la gobernabilidad de mi país en el corto plazo. Lo hago, como decía, para drenar el sentimiento de impotencia y decepción que causa en la conciencia liberal ver que un partido que se apodera de su nombre perece alegremente y pone en peligro el devenir ajeno, movido solo por el personalismo, la impericia y las ambiciones pequeñas. Y lo hace en nombre de una regeneración política de la que abiertamente ha abdicado. La historia de España de los dos últimos siglos, quizá también la de Europa, se resume en una permanente confrontación entre las mentes ilustradas y las que se aferran a la identidad, nacional, religiosa o de cualquier otro género, con desprecio indisimulado hacia quienes no son como ellos. Naturalmente, estas son posturas siempre asediadas por la confusión, pues solo el fundamentalismo reclama pureza de sangre. Resbalones de este género los hemos visto y los vemos a derecha e izquierda, y no es el menor de los ejemplos el demagógico No es no que parece haberse apoderado de la dialéctica española. Felizmente, mi país parece haber aprendido la lección y el talante liberal del que reniega la casta y quienes a ella formalmente se oponen ha germinado en la sociedad civil.

Empresarios, grandes y pequeños, universidades, oenegés, iniciativas de la economía cooperativa, movimientos de estudiantes y docentes, sectores no contaminados de organizaciones religiosas, siguen haciendo que este país avance hasta el punto de que algunos lo consideran uno de los mejores que hay para vivir. Lo que pone de relieve que, contra toda suposición, hay todavía y seguirá habiendo acá muchos liberales a los que espero que algún día se les disipe la frustración y el tedio producida por la actitud de quienes usurpan su apellido.

Te deseo mucha suerte y te agradezco la atención que hayas prestado a estas líneas, fruto solo del drenaje de mi corazón.

Fuente: El País