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Liberales frente al populismo

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Es importante no confundir las etiquetas políticas con la base liberal común. El conservadurismo moderno, liberado del dogmatismo religioso, el centrismo autodenominado liberal y la izquierda socialdemócrata son versiones de un patrimonio ideológico común que tiene sus raíces en la Ilustración y su referente en la Revolución Francesa, la primera revolución liberal y de la que arrancan todas las corrientes que vemos reflejadas en las dos grandes Constituciones liberales de este país (la de Cádiz de 1812 y la de la Transición, de 1978)

A veces no se puede escoger al enemigo, pero, afortunadamente, la causa liberal no podría escoger un oponente tan obvio ni odioso como el presidente ruso Vladimir Putin. Este siniestro personaje, un hijo aventajado del KGB, ha venido frustrando cualquier esperanza por parte del país heredero de la fallida ambición imperial soviética de convertirse en un país democrático de estilo occidental. En una entrevista esta semana en Financial Times se ha permitido decir que «el liberalismo ha sobrevivido a su propósito y, por tanto, está obsoleto». Esto sale de la boca de un gobernante que mantiene su popularidad a base de provocar sucesivas guerras en su periferia, jaleadas por unos medios de comunicación controlados férreamente y cuya política económica se asienta en el monocultivo del petróleo para beneficio de un círculo restringido de amiguetes corruptos.

El cínico diagnóstico de Putin se basa en que la Europa liberal, hoy por hoy el único reducto del liberalismo occidental, junto con Canadá, Australia, Nueva Zelanda y poco más, ha dejado de luchar contra la inmigración y ha aceptado como normal el internacionalismo y el multiculturalismo. La Rusia de Putin, como la China de Xi Jing Ping, la América de Trump, el Brasil de Bolsonaro, las Filipinas de Rodrigo Duterte, por no citar esas espinas clavadas en el corazón europeo que son Mateo Salvini y Victor Orban, desean un mundo donde los inmigrantes se pudran en el fondo del océano o del Río Grande, donde la raza blanca (o los chinos de la etnia Hang) dominen sobre el resto de variaciones genéticas de una especie común y no se mezclen con razas inferiores de piel oscura.

A esto, aunque no lo mencione Putin en esta entrevista pero queda claro por la legislación que impulsa, se une el odio a los homosexuales o a cualquier preferencia sexual que no encaje en la ortodoxia de la Iglesia más conservadora del mundo, que es la que rinde obediencia al Patriarca de Moscú. Así que Putin, por lo leído esta semana, sueña con exportar su modelo de machismo, corrupción, belicismo y manipulación al resto del mundo. Menudo panorama se nos presentaría si todas las naciones del mundo evolucionaran a eso modelo.

Tendríamos un mundo resultante muy parecido, pero mucho peor, al que inició un ciclo de destrucción con la Primera Guerra Mundial que, después de cien millones de muertos, no ha acabado del todo, como demuestran las tensiones en Oriente Medio y Palestina que arrancan de aquella época de combatientes del desierto azuzados por el ínclito Lawrence de Arabia.

No hay nada que tenga la fuerza de emponzoñar tanto la visión de los pueblos y de oscurecer tanto su futuro como el populismo antiliberal, y no hay mayor esperanza de paz y prosperidad para la Humanidad en su conjunto como la causa liberal abrazada sinceramente y defendida hasta el final, si no hay más remedio. Porque la causa liberal, como bien critica Putin, en este momento significa derribar fronteras y abrazar a los pueblos, las familias y a los individuos que huyen del desastre económico, ecológico y del sometimiento y la violencia de género, de etnia o de clase en sus propios países. No hay una obligación moral mayor para un liberal que darles amparo, ni estrategia política más inteligente que fomentar la estabilidad, los derechos humanos, la paz y la riqueza en sus países de origen para que no tengan la necesidad de abandonarlos.

El mundo que nos prometen los populistas y nacionalistas ya lo pintó con trazos precisos J.R. Tolkien en su épica obra El Señor de los Anillos: es Mordor, la Torre Oscura y Sauron, el Señor Oscuro con su ejército de orcos, que vienen a destruir la pacífica vida de los habitantes de la Comarca, poblada por gentes de buena fe, tolerantes con las diferencias y amantes de sus vecinos. Si la comparación parece exagerada y pintoresca, recomiendo mirar el contexto político en el que se escribió El Señor de los Anillos, y las preocupaciones frente al mundo de entonces que embargaban a su autor.

Ante este panorama, los amantes de la ideología liberal, vencedora del oscurantismo religioso tradicionalista y de las utopías igualitarias encarnadas en la pesadilla del socialismo real en su versión comunista, debemos rearmarnos moral y, por triste que parezca, literalmente, porque el enemigo populista no cejará en su empeño de conquistar nuestra alma, primero, y nuestro territorio después si les dejamos. El liberalismo es la base sobre la que se asienta un mundo de libertades individuales, la igualdad ante la ley en el marco de un Estado de Derecho y la solidaridad entre las personas y las pueblos. En definitiva, los valores que encarna la Unión Europea.

Es importante, ante el reto que se nos presenta por delante, no confundir las etiquetas políticas con la base liberal común. El conservadurismo moderno, liberado del dogmatismo religioso, el centrismo autodenominado liberal y la izquierda socialdemócrata son versiones de un patrimonio ideológico común que tiene sus raíces en la Ilustración y su referente en la Revolución Francesa, la primera revolución liberal y de la que arrancan todas las corrientes que vemos reflejadas en las dos grandes Constituciones eminentemente liberales de este país: la de Cádiz en 1812 y la que dio origen a la Transición Democrática en 1978.

Mientras tanto, asistimos preocupados y aparentemente impotentes al avance de las fuerzas antiliberales, porque el mal se contagia rápidamente, mientras que el bien avanza lentamente. En los últimos años hemos visto a un presidente norteamericano abrazar los principios del populismo y a una consolidación de personajes con fuertes instintos autoritarios, intolerantes, nacionalistas y machistas en los cuatro puntos cardinales del globo. Especial tristeza debería causarnos contemplar el horroroso espectáculo que están dando los otrora adalides del buen gobierno y el sentido común liberal que son los británicos, inmersos en un empeño fratricida por el Brexit y con un horizonte por lo demás deprimente en el que tendrán que decidir entre un chalado histriónico como Boris Jhonson y un admirador del populismo chavista como el laborista Jeremy Corbin.

La única esperanza es que, frente a la aparente debilidad que manifestamos los demócratas liberales, la victoria siempre ha terminado cayendo de nuestro lado. El secreto del éxito, por más triste que parezca, es que los populistas egoístas nacionalistas se acaban devorando entre ellos y, también, en la exactitud de la famosa expresión de Lincoln: «Se puede engañar a unos pocos durante mucho tiempo, o a muchos durante poco tiempo, pero no se puede engañar a todos durante todo el tiempo». Esa es la fortaleza del liberalismo: la verdad y la razón que otorga el tiempo.

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